Pablo Iglesias. Recuerdo para una semblanza

(Artículo de Indalecio Prieto, publicado en El Liberal de Bilbao, 11 de diciembre de 1935)

Fue una tarde dominical del verano de 1897 cuando yo hablé por vez primera con Pablo Iglesias. Todavía no se le llamaba “el Abuelo”. No tenía aún la barba blanca con que ha pasado a la iconografía. Sólo algunos hilos de plata se escabullían de entre los rizos rubios y sedosos. Y en la piel, tersa, no habían aparecido los surcos dolorosos que luego fue abriendo en el rostro larga y pesada dolencia. Como otras veces en Bilbao, yo acudí aquella tarde a Gallarta, y, como otras veces también, salí tras él formando en su cortejo de admiradores. Pero ese día la caminata, de ordinario hasta la casa de Facundo Perezagua, era mucho más larga. Además, el afecto de algunos viejos socialistas que me conocían rompió el cascarón de mi encogimiento; esos amigos —a todos los cuales se los llevó envueltos en sus negras alas la muerte— hicieron que me colocase al lado de Iglesias y me presentaron a él. Y entonces la palabra que acababa de electrizar en el frontón gallartino a una muchedumbre de mineros se fue desgranando con unción evangélica para mí solo, mientras marchábamos a pie por la carretera de Gallarta a Ortuella y de Ortuella a Portugalete. Los demás callaban. De cuando en cuando, con esos relámpagos de osadía que han moteado siempre mi característica timidez, y que a tanta gente ha hecho incurrir en error sobre mi psicología, entreveraba alguna pregunta para suscitar temas en los que quería escudriñar mi curiosidad anhelante. Al llegar a Portugalete nos enteramos en la estación de la sensacional noticia: un italiano —[Michele] Angiolillo— había matado horas antes en el balneario de Santa Águeda a Cánovas del Castillo. En la media hora de tren desde Portugalete a Bilbao sólo se habló del trágico suceso. Yo, sentado junto a Iglesias, no perdía sílaba de sus comentarios, en los cuales aparecía evocada la visión espeluznante de los tormentos de Montjuic y se citaba el nombre de quien, deshonrando su uniforme, había asumido funciones infinitamente más viles que las del verdugo. “¡Toda España es Montjuic!”, se dijo entonces. “¡Y en todo tiempo!”, podemos añadir ahora.
Desde aquel día, no me faltó la aleccionadora charla con Pablo Iglesias siempre que éste iba a Bilbao. Adelantaba yo la hora de mi comida para acompañarle en el establecimiento de Perezagua mientras él hacía muy frugalmente la suya. Paseábamos juntos, y los días de elecciones era yo, por su designación, quien le acompañaba en coche a recorrer los colegios. En una de aquellas jornadas, apenas comenzada la votación, el coche en que recorríamos los barrios altos de la villa encontró obstruido el paso por una multitud enloquecida. El puñal alevoso de un maleante, al servicio de la candidatura monárquica, había partido el corazón a Sotero Ayuso, sobrino del concejal socialista Felipe Merodio, a la vista de éste, que presidía la Mesa electoral de la calle de Hernani. La muchedumbre quería vengarse, arrasar, destruir. Iglesias aplacó con frases ponderadas la ira: había que trabajar, proseguir la elección, sin hacer el juego a los enemigos, Y el gentío, aunque rebulléndole la furia dentro del pecho, se dispersó, yendo cada cual a su puesto. Allí estaba en el suyo, dando ejemplo de serenidad, el propio Merodio, que había visto caer asesinado a su sobrino.
Durante las horas de la contienda, Iglesias vibraba, y él, tan cortés, tan afable, incluso se ponía huraño. Alejaba de sí a los correligionarios que dilataban el saludo: “¡A trabajar, a trabajar! No nos entretengamos”, decía imperioso. Pero luego, cuando el escrutinio inscribía las cifras de la derrota, eran los demás los huraños. Iglesias, sonriente, prodigaba sus consejos: el resultado adverso no debía ser causa de desmayo en nadie; el triunfo no podía ser fruto del esfuerzo de unas horas, sino de la constancia y de la tenacidad; era preciso seguir luchando con fe y entusiasmo… Y los decaídos se animaban oyendo estas frases de aliento.
Después…, después para el mozalbete de 1897 constituía satisfacción inmensa figurar también como orador de los mítines en que hablaba Pablo Iglesias. En 1912, siendo yo diputado provincial —mi primera investidura política y la para mí más preciada—, el secretario de la Agrupación Socialista de Bilbao, José Zárate, me trajo este recado: “Iglesias quiere verte; te espera en el Hotel Continental”. Mi sorpresa fue grande. No tenía noticia del viaje y me causaba extrañeza que el alojamiento no fuera el mismo de tantos años: el domicilio de Facundo Perezagua. Iglesias me explicó las razones de su viaje y del cambio de albergue. Se acentuaba cierta antigua división entre los socialistas bilbaínos, y la corriente de uno de los grupos pretendía polarizarse en mí, manteniéndose adicta la otra a Perezagua. Iglesias debía procurar el arreglo de tales diferencias, y en prueba de imparcialidad decidió prescindir de la hospitalidad siempre brindada por su viejo amigo. Quería de mí que le diese facilidades para el cumplimiento de su misión. “Ni quiero ni puedo regateársela —le dije—; las tiene usted todas. Acato desde luego su fallo, sea el que sea. No he de constituir el menor estorbo, y si fuese preciso para la concordia renunciaría mi cargo e incluso solicitaría la baja en el Partido”. Y sin que yo adujera ante él argumentos de la querella, Iglesias falló en forma tal que se le quebró una amistad mantenida inquebrantable desde los tiempos mozos. La mía quedó más estrechada por un nuevo vínculo de gratitud y porque pude apreciar que el espíritu de justicia de aquel hombre no lo mellaban los afectos más hondos.
Años más tarde, en 1917, recién llegado yo de Nueva York, adonde me empujaron los nuevos rumbos que quise imprimir a mi vida, Iglesias me llamó a su casa. Se estaba preparando el movimiento histórico que había de estallar el 13 de agosto. Iglesias estimó necesaria mi presencia en Bilbao, donde ya no residía yo. Obedecí, y la resaca de aquella oleada revolucionaria me llevó fuera de España en el primero de mis exilios.
Con acento de soberbia —reflejo de la verdad, cuya confesión no me avergüenza— dije no ha mucho que hubiera querido estar siempre a discreta distancia de personas de nombradía, a las cuales me aproximé luego para seguir manteniendo mi devoción por ellas, porque al conocerlas de cerca habían desmerecido mucho a mis ojos, pulverizándoseme entre los dedos como muñecos de barro. Con Iglesias me ha pasado todo lo contrario. De más cerca se me agigantaba. En la intimidad crecía su figura. Su palabra, al menos para mí, tenía más fuerza persuasiva en el campo amistoso que en los grandes comicios. Los juicios más agudos, los pensamientos más profundos y los análisis más exactos se los he oído yo a Iglesias en sus paseos mañaneros por Rosales, cuando ya anciano y enfermo salía envuelto en castiza capa española a tonificarse con las caricias del sol. Y eso que era un orador magnífico, de corte moderno, sin ampulosidades ñoñas ni gestos histriónicos, sobrio en la frase y sobrio igualmente en el ademán.
El mismo fenómeno debemos anotar por lo que respecta a su correspondencia privada y a sus escritos para el público. Valen más sus cartas que sus artículos, no obstante resultar los trabajos periodísticos de Iglesias —siempre densos— impecables por su buen método expositivo y por la limpidez de su prosa, factores constitutivos de una extraordinaria sencillez, cuyas enormes dificultades sólo las conocemos bien quienes aspiramos a ella sin lograrla. Recientemente señalé las similitudes que encuentro entre el estilo de Pablo Iglesias y los de otros dos grandes articulistas de la misma época: Pi y Margall y Alfredo Vicenti.

Pablo Iglesias era un genio político capaz de hermanar el rigor de la doctrina con una honesta flexibilidad táctica, ensamblaje que es el quid de toda acción política verdaderamente fecunda. De ahí que mientras laboraba por crear el núcleo inicial del socialismo español, predicara rigideces que impidiesen la confusión, acentuándolas en cuanto se refería a los republicanos —lo cual era naturalísimo, por tratarse de una zona colindante—, y al mismo tiempo admitiese sin raparos que los federales dieran poderes para proclamar oficialmente su candidatura y la de Jaime Vera por Madrid. Y en tiempos todavía muy hoscos no vaciló en ocupar la tribuna pública, incluso con monárquicos liberales, para robustecer el clamor de protesta contra los martirios de Montjuic.
Hacía de la dignidad personal un culto. Bastó que salieran unas palabras destempladas de la pluma, tan frecuentemente agria, de [José] Nakens, para causar baja en el cuerpo de colaboradores de Vida Nueva, en que escribían ambos luchadores.
Siempre atento a las realidades nacionales y a las palpitaciones del espíritu público, consiguió que el Partido Socialista, todavía pequeño, pasara a la mayoría de edad con aquella briosa campaña que bajo el lema de “Todos o ninguno” se realizó contra la iniquidad de que solamente los pobres fuesen a perder la vida en las maniguas cubanas, cosidos a machetazos o devorados por la fiebre. Y logró agrandar la autoridad moral del socialismo aconsejando, entre insultos, befas y escarnios —que también alcanzaron, por idéntica causa, a don Francisco Pi y Margall—, que se concediese a Cuba y Puerto Rico la autonomía, y si no bastaba, la independencia, para evitar el desastre que después sobrevino.
Tenazmente opuesto antes a las conjunciones electorales, supo, no obstante, aprovechar el estado que en todo el país provocaron los excesos cometidos al reprimir la “semana sangrienta” en Barcelona, en 1909, y del brazo de los republicanos, en conjunción con ellos, entró, al fin, en las Cortes españolas de 1910. Mantuvo enérgicamente la conjunción contra quienes, desde las filas socialistas, pretendieron deshacerla a destiempo. Los más significados extremistas de entonces, los que combatían a Pablo Iglesias por moderado, utilizando para atacarle el léxico ácrata —aquel en que figuraba como adjetivo preferido el de “adormideras”, para aplicarlo a quienes seguían las aspiraciones del maestro—, los mismos que luego produjeron la escisión comunista, concluyeron reforzando las mesnadas del conde de Romanones y el rebaño del padre [José] Gafo.
Hay quien empareja a Pablo Iglesias con Giner de los Ríos, como hombres de influencia igualmente decisiva en la generación que educaron. Iglesias fue superior a Giner. Este, en efecto, creó un estado de conciencia en un plantel de élite; pero Iglesias, además de crearlo en sectores de mayor amplitud, echó los cimientos de una organización política sin precedentes en España. Salmerón llegó a acaudillar también organizaciones políticas muy potentes, como Unión Republicana y Solidaridad Catalana; pero fueron fugaces, desaparecieron pronto. Ninguna tuvo tanto volumen y consistencia como el Partido Socialista Obrero de España y la Unión General de Trabajadores. Su solidez es tal, que serán necesarias muchas insensateces —¡muchísimas!— para quebrantarla.

En memoria de Julián Zugazagoitia

Tatiana Zugazagoitia, nieta de Julián que nos visitó el año pasado en la Fundación con ocasión de un viaje a Madrid, publica hoy en el diario El Correo de Bilbao esta «Carta a mi abuelo».

Querido abuelo:
Hace 85 años te arrancaron la posibilidad de tener un mañana. Hoy quiero contarte un poco de lo que tu fusilamiento el 9 de noviembre de 1940 ya no te permitió saber.

Tu mujer, mi abuela Julia, y tus hijos tardaron en saber que te habían fusilado. A mediados de diciembre de ese año recibieron una de las primeras cartas que les habías escrito en la que les decías que estarían todos reunidos para Navidades. Te imaginarás el dolor y la rabia al enterarse que esa carta se las enviaban después de tu muerte. Con toda la tristeza a cuestas lograron salir, como se los sugeriste, hacia México donde llegaron en mayo del 42 no sin angustias y percances por el peligro que corrían.

La vida en México no fue fácil de inicio. La abuela recibió el apoyo que les habías mencionado, pero resultó ser somero y duró poco tiempo. Tus hijos, Fermín de 19 años, Jose María con 17, Jesu con 15 y Olga de 14, se vieron obligados a trabajar para poder ayudar con los gastos en casa, teniendo que abandonar los estudios y los sueños que eso conlleva. Sé que esto te dolería saberlo. Sin embargo, decidieron entre todos que al menos mi papá Julianín, por ser el más pequeño, pudiera continuar estudiando.
Tu familia cumplió tu deseo de que no se hicieran tambores de desquite con tu piel, pero no lograron no estar tristes. Puedo imaginar todas las lágrimas derramadas bajo el manto de silencio que los envolvió a todos en torno a tu muerte. La tía Olga contaba que nunca se volvió a pronunciar la palabra papá en casa por el dolor que les causaba. Ese dolor y ese silencio hizo que no nos hablaran mucho de ti a tus nietos. No podían, ni siquiera entre ellos. Hacerlo significaba abrirle la puerta a una herida demasiado profunda y había que vivir. Pero, aunque no nos hablaran de ti, en la casa de la tía Olga había una gran foto tuya colgada a la pared. Era la foto de mi abuelo. Tu rostro me ha acompañado desde niña.

Recién llegados a México Fermín y Jose se fueron por un tiempo de “borregueros” a Estados Unidos para ayudar a la familia y “ser dos bocas menos que alimentar”. Tiempo después Fermín consiguió establecerse trabajando en un laboratorio farmacéutico gracias a un médico español refugiado y Jose fue agente de seguros. Jesu trabajó como empleada en una tienda departamental hasta que se casó y se dedicó a su familia. Olga tuvo la oportunidad de aprender taquigrafía y mecanografía y a los 16 años empezó a trabajar en una fundidora con don Carlos Prieto, volviéndose su secretaria ejecutiva durante 50 años. Mi papá terminó sus estudios y se convirtió en un profesor de matemáticas a nivel universitario muy querido por todos sus alumnos.

Tu mujer murió relativamente joven. La vida no fue fácil, pero no todo fueron tristezas. Tus hijos hicieron sus vidas. Se enamoraron, se casaron, trabajaron, tuvieron hijos, algunos se divorciaron, en fin, la vida con sus dichas y quebrantos. La mayoría contrajo matrimonio con refugiados españoles como ellos. Mi papá, ese al que describiste como grande y feo cuando nació, se convirtió en un hombre muy guapo y se casó con la hija de judeo-alemanes también refugiados. Como verás, las pérdidas por las guerras y la expatriación fue un nodo común que los acompañó a todos de por vida.
Tu hermana, la tía Juanita, fue longeva. Siempre cálida, de sonrisa dulce y con su sentido del humor ligero y sutil murió “como un pajarito” tranquila en su cama cuando llegó su momento. Hoy todos tus hijos ya también culminaron su vida. La tía Olga fue la última en morir. Tuviste en total 10 nietos de los cuales yo soy la más pequeña y 17 bisnietos.
Te daría gusto saber que, aunque tus hijos no pudieron hablar de ti, heredaron tu pasión por la literatura y las artes que nos transmitieron a todos tus nietos. A mi padre se le daba muy bien escribir. Lamento que no se haya dedicado más a ello. También bailó danzas vascas en su juventud. Supongo que de él me viene mi amor por la danza. Hoy la familia Zugazagoitia, tu familia, está compuesta por historiadores, directores de museos, cineastas, químicas, bailarinas, empresarios, ingenieros, arqueólogas, costureras, escritores… Todos trabajadores, apasionados y comprometidos con lo que hacemos y orgullosos de ser tus nietos y bisnietos. Tus hijos fueron personas de bien: si bien atravesados por la tristeza de tu fusilamiento fueron personas generosas, éticas y amorosas. Reflejo de ti y de la abuela. Así que ves, de alguna manera algo de ti sigue vivo en todos nosotros.
Imagino que te sorprendería y conmovería saber que una mujer a la que ayudaste les puso una tumba a ti y a tu compañero de desgracia Cruz Salido, y que tanto en Madrid como en Bilbao hay una calle que lleva tu nombre. A nosotros nos da mucho orgullo que se te recuerde como el gran hombre que fuiste. Gracias abuelo por ser la persona íntegra y ecuánime que fuiste y por los valores que infundiste en tu familia. Desde aquí te abrazo con esta danza como un homenaje a ti y a mi papá al que tanto extraño.
Tu nieta Tatiana

Memoria de la deportación

Vitoria – Gasteiz. 07.10.2025. Exposición Memoria de la Deportación. Gogora.. Foto: Nuria González

La Fundación Indalecio Prieto colabora en la exposición «Memoria de la deportación. Testimonios vascos de los campos nazis», organizada por Gogora, Instituto para la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos del Gobierno vasco. La muestra fue inaugurada ayer por la consejera vasca de Justicia y Derechos Humanos, María Jesús San José, y estará en la sala Amárica de Vitoria-Gasteiz hasta el próximo 23 de noviembre.

Entre los documentos que ha cedido la Fundación hay una carta de Víctor Salazar a Indalecio Prieto, fechada en París el 28 de febrero de 1939, en la que describe la huida de miles de refugiados tras la caída de Barcelona: «La carretera de Figueras a la frontera es testigo de un espectáculo terrorífico. Viejos, niños y mujeres, medio muertos de andar, con los pies deshechos, envueltos en trapos, muchísimos muertos a lo largo del camino, civiles y soldados, mezclados éstos con sus jefes […]; una macabra procesión de coches de turismo y de camiones que parecía fuesen a reventar por repletos de gente […]. En fin, el tiempo espantoso, de lluvia torrencial y de frío intenso, contribuyeron a hacer más grandes las penalidades de las gentes. Y formando procesión con los coches, cañones de tierra y antiaéreos que los soldados arrastraban hacia Francia y que luego fueron abandonados”.

También un ejemplar de Adelante, de 1945, que recoge el testimonio de Alonso Hernández sobre la liberación del campo de Schasenhausen, en el que coincidió con Francisco Largo Caballero. El artículo se titula “El testimonio de un deportado político. Der Schutzhaftlinge Largo Caballero [el prisionero en custodia protectora Largo Caballero]», y dice así: «Llegó el día 21 de abril. Hacía días que hasta nosotros llegaban síntomas de la descomposición del III Reich. Los SS estaban desencajados, aturdidos. Se resquebrajó un tanto la disciplina del campo, aunque el peligro de muerte para nosotros no disminuyó, porque las reacciones de nuestros verdugos eran atroces. No sé cuántos concentrados morirían en los últimos días víctimas de la sevicia empavorecida de los guardias SS. Al fin, una mañana, nos encontramos con que nadie nos guardaba. Entre montones de muertos y de agonizantes salimos de Schasenhausen. Caballero se dispuso a marchar no sé hacia dónde. Iba optimista y fuerte de espíritu. Al cabo de unas horas lo volví a encontrar. “No puedo”, me dijo. “Mi pie no me lo permite”. Hubo quien quiso permanecer con él, pero de ninguna manera lo consintió. “El que pueda que llegue a donde sea. Yo no necesito a nadie. Únicamente que no puedo andar. Pero no os preocupéis por mí. Me salvaré también”. Entonces estaba bien. Entero y animoso. Como siempre lo estuvo».

Otro socialista vasco, Víctor Gómez Barcenilla, detenido por la Gestapo en Francia, cuenta en El Socialista del 4 de agosto de 1945 su llegada al campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich, tras un viaje de 54 días en el convoy conocido como el «tren fantasma»: “Nuestra llegada a Dachau se efectuó una noche de agosto, rodeados de guardias SS y de perros SS también, pues llevaban las mismas insignias que sus amos. Solo durante el viaje ya perdimos unos cuantos kilos de peso y la mayor parte de nuestras ropas… Una vez en el campo nos distribuyeron en los bloques llamados de cuarentena, donde éramos apilados tres y cuatro por cama, cuya anchura era de 80 centímetros. La vida en estos bloques era dura. A las cuatro de la mañana, se nos hacía abandonar el dormitorio y formar militarmente a la intemperie. En esta posición pasábamos horas y horas hasta que la formación se iba deshaciendo, porque el frío y el cansancio era de todo punto irresistible. Entonces nos amontonábamos unos contra otros, formando lo que dimos en llamar rueda, y que consistía en juntarnos unos a otros, formando círculo y pecho contra espalda. En este periodo de cuarentena la base de la comida la constituía un litro (allí se contaba la comida por litros) de berzas o nabos. La cuarentena duró unos cuantos días, durante los cuales se hizo la selección, consistente en tres revisiones médicas para obtener el grado de aptitud de cada uno y formar grupos, que eran reexpedidos a otros campos. A mí me tocó Mauthausen junto con 65 españoles más. A Dachau habíamos llegado 205 y la separación la recordaré siempre como una de las escenas más tristes de mi vida. Allí dejamos, entre otros, a Teodoro Marín, viejo socialista madrileño, de 70 años. Allí le dejamos y allí murió con más de la mitad de nuestros compañeros de cautiverio».

Curso de verano

Los días 2 y 3 de septiembre hemos celebrado en Bilbao el curso de verano de la UPV/EHU sobre los epistolarios de Indalecio Prieto. Dos jornadas intensas de mañana y tarde en las que se ha puesto de manifiesto el interés y actualidad de esta correspondencia y en las que hemos dado a conocer el valioso archivo de la Fundación Indalecio Prieto. Gracias a la organización de los cursos, a sus directores, a los ponentes y a todo el alumnado que nos ha acompañado. También, por supuesto, a la Diputación Foral de Bizkaia por su apoyo.

Celebramos el Día de los Archivos

Esta mañana, como cada año con motivo del 9 de junio, hemos celebrado el Día Internacional de los Archivos con una jornada de puertas abiertas en nuestra sede de Alcalá de Henares (Madrid). Gracias a todas y todos los que hoy se han acercado a conocer los archivos del movimiento obrero, y gracias de forma especial a los profesionales que trabajan cada día para conservar y difundir este patrimonio cultural.

Curso de Verano de la UPV-EHU

Ya está abierta la matrícula del curso de verano que dedicaremos a «Los epistolarios de Indalecio Prieto». Será en Bilbao (Bizkaia Aretoa), los días 2 y 3 de septiembre de 2025. También puedes seguirlo online.
Haz tu matrícula en: https://www.uik.eus/es/curso/epistolarios-indalecio-prieto


40 aniversario de la Fundación (1985-2025)

El 14 de mayo de 1985, justo hace hoy 40 años, se constituyó la Fundación Indalecio Prieto ante el notario de Madrid Víctor Manuel Garrido de Palma. La Fundación tenía por objeto “el desarrollo de toda clase de actividades orientadas al mantenimiento del recuerdo de la figura y obra política e intelectual de Indalecio Prieto Tuero, estudio de su época, medio social y político en que se desenvolvió y su aportación al desarrollo del socialismo español, así como la investigación y análisis del futuro del mismo”. El gobierno, administración y representación de la entidad se encomendó a un Patronato, presidido con carácter vitalicio por Constancia Prieto Cerezo, hija del político socialista.
Tan solo una semana antes, gracias a las gestiones realizadas por Emilio Cassinello, entonces embajador de España en México y hoy patrono de la Fundación, los restos de Indalecio Prieto y de sus hijos Luis y Blanca fueron exhumados del Panteón Español de la capital azteca y trasladados a Bilbao, donde recibieron sepultura en la parte civil del cementerio municipal el 7 de mayo de 1985. El traslado se realizó en el más escrupuloso secreto, aunque al día siguiente un diario local se hizo eco en portada de la noticia en estos términos: “Los restos de Indalecio Prieto ya reposan en el cementerio de Derio”. En páginas interiores se informaba: «Las cenizas del histórico dirigente socialista, así como de sus hijos Blanca y Luis, fallecidos los tres en México, fueron inhumadas ayer en el cementerio civil de Derio, en una ceremonia celebrada en la intimidad. El propio Indalecio Prieto había expresado su deseo de que la inhumación tuviese un estricto carácter familiar, como así fue, estando presentes únicamente su hija Concha, Víctor Salazar, que fue su secretario particular durante muchos años, Pilar de Salazar y sus compañeros de militancia y amigos personales Ovidio Salcedo Navarro y Bernardo Hoyos López. Todos ellos realizaron ayer el viaje desde México hasta Madrid y posteriormente a Bilbao para cumplir la voluntad de Prieto de ser enterrado en la tierra en la que vivió desde su infancia. Las personas que ayer acompañaron las cenizas del político socialista a la tumba familiar de Derio son las únicas supervivientes entre quienes formaron el cortejo que, por designación escrita de Prieto, acompañaron sus restos al cementerio español en la capital mexicana, en 1962. Las cenizas de Prieto y de sus hijos fueron exhumadas el pasado 26 de abril en el cementerio mexicano. Recientemente, con ocasión de un homenaje que le tributó el Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo (MOPU), el titular de esta cartera, Julián Campo, dijo que muchos de los aspectos de la gestión de Prieto al frente de este departamento se mantienen en plena vigencia. “Por su pragmatismo, por su objetividad en la racionalización de las inversiones públicas y en general, por su labor llena de imaginación, competencia y realismo, fue, como han señalado numerosos historiadores, el mejor responsable de Obras Públicas que hemos tenido en lo que va de siglo”.
El 28 de mayo, un artículo del recordado Patxo Unzueta publicado en el diario El País se hacía eco de la siguiente noticia: “El edificio que albergó el diario Hierro, devuelto a los herederos de Indalecio Prieto”. En efecto, el inmueble de la calle Orueta 2 de Bilbao donde tuvo su sede El Liberal hasta 1937, incautado a sus legítimos propietarios al amparo de la Ley de Responsabilidades Políticas y ocupado por el diario vespertino Hierro durante 30 años, entre 1953 y 1983, fue devuelto a la única heredera de Prieto después de un pleito que impidió la subasta del edificio y que llevó el despacho de Eduardo García de Enterría. La misma información de El País señalaba que “la hija del político socialista, nacido en Oviedo, pero afincado en Bilbao desde su niñez, tramita actualmente el traslado a nuestro país de los archivos, libros y demás pertenencias, obras de arte incluidas de su padre, que pasarán a formar parte del patrimonio de la nueva fundación. Los archivos personales de Indalecio Prieto, compuestos por materiales que comenzó a recopilar en 1920, son de un enorme valor histórico, no sólo por el decisivo papel por él jugado en la evolución del socialismo español, sino por la relevancia de su actividad pública durante la Segunda República”.
Finalmente, por orden del Ministerio de Cultura de 3 de marzo 1986 (publicada en el BOE el 10 de marzo), la Fundación Indalecio Prieto quedó inscrita en el Registro de Fundaciones como fundación cultural privada de promoción y financiación con el carácter de benéfica.

El periodista Indalecio Prieto

(Intervención de Alberto Menéndez en la presentación del libro «Crónicas del adiós» en el Club La Nueva España de Oviedo).

En todos los artículos que recoge este libro hay, en todos prácticamente, un fuerte componente del Indalecio Prieto periodista, un buen periodista, a la vez que gran escritor; pero para empezar mi intervención me gustaría detenerme especialmente en uno de los textos seleccionados por Luis Sala que creo que va más allá del periodista y del escritor, uno en el que a la vez que da a conocer un hecho, una muerte, Prieto muestra, como en ningún otro de sus escritos, su sensibilidad, su dolor; es, sin duda, al menos para mí, el artículo en el que el Indalecio Prieto persona más se impone a los otros Indalecio Prieto; el dedicado a la muerte de su mujer, Dolores Cerezo.
Desde el título, “Funeral de payasos”, el articulista, como buen periodista, lleva al lector hacia donde quiere, hacia lo que busca resaltar, que es el fallecimiento de su joven esposa y lo que supuso para él. Pero no escribe la necrológica de forma inmediata, no, lo hace tres años después de la muerte de Dolores Cerezo. Todo parte de una voz que oye en la calle, que lo retrotrae al momento de la muerte de su compañera tiempo atrás, la voz de un payaso que actuaba en un teatro frente a su casa bilbaína justo el día en el que produjo el óbito y que él oía desde la habitación en la que se encontraba junto a Dolores. “Era la voz de Alex, el tonto gracioso”, escribe Prieto, “que arrancaba a la multitud aquellas carcajadas espantosas que a mí me partían las sienes en las horas más terribles de mi vida”.
Tiene mucha razón Luis Sala cuando señala en el prólogo del libro que “Prieto es un escritor muy ameno”. Lo es, claro que lo es. A la mayoría de los ciudadanos interesados en la Historia y sobre todo en los convulsos años de principios y mediados del siglo XX seguro que no es necesario explicarles quién era el político Indalecio Prieto (además nacido en Oviedo), y tampoco incidir en que era un excelente orador (esto es algo reconocido incluso por quienes no comulgaban con sus ideas) pero probablemente haya más desconocimiento sobre el Prieto periodista. Por eso creo que tienen tanto interés, al menos para mí así es, estas “Crónicas del adiós”, un libro que son más que los 50 retratos del siglo XX, que es como se subtitula. Son más que retratos, son, sobre todo, una visión personal de Prieto de varias décadas de la historia de España, una visión sobre todo informativa de alguien muy lúcido a la hora de escribir y sacar conclusiones sobre lo vivido, y que lo hace desde el lado periodístico de su persona, aunque por supuesto que en ningún caso puede olvidarse su perfil político, que es por el que Indalecio Prieto ha pasado a la historia, por supuesto que con sus luces y sus sombras. Y aquí es a donde está otra de las virtudes de este libro: que sirve para ir más allá de los clichés habituales y para clarificar algunos hechos en los que se vio inmerso el político nacido en Asturias y que describe en muchos de sus artículos periodísticos alejándose, más menos, de lo establecido, es decir, de lo que se podría esperar del gobernante y alto dirigente del PSOE (aunque no siempre). Con visión periodística. Eso sí, dejando claro, por supuesto, que el socialismo y el republicanismo son la razón de ser de su vida, pero sin que ello le impida ver, también, los errores cometidos por aquellos que aparecen en el libro, incluso por él mismo.
No es un género periodístico fácil el de los obituarios, que son los que, aparentemente, centran este libro, aunque hay más géneros. Pero a Indalecio Prieto le vienen muy bien las necrológicas para contar no solo la vida concreta de los fallecidos, sino muchas historias que les rodearon a lo largo de su existencia y que él normalmente experimentó en primera persona. En este punto resaltar su extraordinaria memoria, como señala Luis Sala.
Quizás lo que más me haya llamado la atención del libro son los artículos de los primeros meses de 1936 (hay necrológicas, pero también interesantes crónicas políticas del momento) publicados en El Liberal. Indalecio Prieto fue advirtiendo y anunciando el próximo golpe de Estado del 18 de julio. Y así, el mismo día 17 de julio escribía: “los ciudadanos de un país civilizado –perdóneseme la redundancia, porque en un país sin civilizar no existe ciudadanía- tienen derecho a la tranquilidad, y el Estado tiene el deber de asegurarla. Hace ya algún tiempo – ¿a qué vamos a engañarnos? – que los ciudadanos españoles se ven desposeídos de ese derecho porque el Estado no puede cumplir el deber de garantizárselo”.
En ningún momento Prieto deja de ser periodista. Probablemente lo fuera incluso en los peores momentos de la Guerra Civil, aunque en este volumen no hay textos de esa época. Hay ocasiones en “Crónicas del adiós” en las que habla directamente del periodismo como profesión. Dos ejemplos. En el artículo sobre Manuel Aranaz Castellanos, su amigo, que se mató de un tiro en la cabeza en febrero de 1925, escribe textualmente Prieto que “al acaecer desgracias de esta índole, es añeja costumbre periodística disfrazarlas, en razón a ciertas consideraciones sociales. Nosotros no hemos querido hacerlo (…) y que de quererlo no hubiésemos podido. Sí, con un dolor sin límites decimos aquí que Aranaz se suicidó”. Una costumbre a la que se refiere Prieto (la de tapar informativamente los suicidios) que, en líneas generales, sigue aún vigente hoy.
El segundo ejemplo está referido a Progreso Vergara, un periodista y socialista bilbaíno exiliado también en México y que murió de una desgraciada caída en abril de 1951 cuando acompañaba en una gira al presidente de aquel país. Explica Indalecio Prieto en la necrológica de Vergara que “en el periodismo moderno (se supone que se refiere al de los años 50) deben descollar dos condiciones: rapidez y fidelidad. Vegara las reunía (…) Además, se adoptó pronto a ese modo de hacer, un poco yanqui, y para nosotros los periodistas españoles algo raro, de dar en los primeros párrafos de las informaciones las síntesis de éstas, colocando en el comienzo lo que debería ser el final, y adornándolo a veces con algún detalle pintoresco”. No obstante, deja claro que su estilo periodístico es otro. “Solía yo burlarme de ese apego, que él defendía con vehemencia”. Lógicamente, Indalecio Prieto siempre había ejercido otro periodismo, y no iba a sumarse a nuevas tendencias, en otro país y, además, provenientes de Estados Unidos.
En el libro aparecen, sobre todo, políticos: socialistas fundamentalmente, pero también republicanos y nacionalistas; incluso un dictador, Miguel Primo de Rivera. Pero a continuación destaca el gran número de periodistas y escritores en los que pone su atención Prieto. Entre los primeros la inmensa mayoría habían coincidido con él, sobre todo en “El Liberal”, periódico en el que comenzó a destacar y que acabó comprando en 1932.
Los artículos dedicados a Pablo Iglesias son periodísticos, por supuesto, pero tienen un gran trasfondo político, quizás, sobre todo, por lo que auguran para el futuro del PSOE. “Hará falta”, dice en diciembre de 1925, en “Tras el cadáver del maestro”, “barajar conjuntamente la rigidez de los principios ideales y la flexibilidad de un partido que puede ser, por las circunstancias, eje de la vida nacional”. Se adelantó, y mucho a su tiempo. Y diez años después, en una semblanza de Iglesias añadía de él que “era un genio político capaz de hermanar el rigor de la doctrina con una honesta flexibilidad táctica, ensamblaje que es el quid de toda acción política verdaderamente fecunda”.
Por supuesto que en el libro hay mucha política, ¡faltaría más que no fuese así tratándose de Indalecio Prieto!, pero también hay cabida para otros asuntos de muy variado contenido. Primero los suyos personales, como cuando escribe “El mito Prieto” o “Una necrología anticipada”, y después otros de diversa índole, ya escritos desde fuera de España, entre los que se podría destacar “El último baile de la Argentinita”, en el que también aparece su amante, el torero Ignacio Sánchez Mejía. Sí, es algo así como una crónica de sociedad en el Nueva York de 1945. Y lo cuenta porque estaba allí. “Yo figuré”, escribe, “entre los pocos espectadores que presenciaron el último baile de Encarnación López”. Otros textos similares a destacar son los titulados “Españoles de exportación: Unamuno y Manolete” o “El cardenal amigo, Federico Tedeschini”.
Y por supuesto que también hay escritos referidos a personajes asturianos. Por ejemplo, en el “Homenaje a Vicente Rubio, víctima de la represión de octubre”, habla de Belarmino Tomás, Ramón González Peña y Eduardo Varela, de quien dice que “sembró la semilla socialista en Bilbao”. Y también en “Tumbas acusadoras: la de don Rafael de Altamira”, y “En desagravio: José Ortega y Gasset”, en la que salen retratados Clarín, Palacio Valdés y Tomás Tuero”.
“Crónicas del adiós” se fue escribiendo a lo largo de muchos años, entre 1921 y 1962, pero se sigue leyendo con mucho gusto ahora. Son artículos de gran calidad que no han pasado de moda.



Publicación del libro Indalecio Prieto. Ministro de Hacienda

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En noviembre publicamos el libro Indalecio Prieto. Ministro de Hacienda, de Juan Velarde Fuertes, con textos de Alonso Puerta, Luis Sala González y Antonio García Pérez y una selección de discursos parlamentarios de Indalecio Prieto durante su etapa como ministro de Hacienda, coedición de la Fundación Indalecio Prieto y el Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas, Madrid, 2015.

Publicación del libro Teodomiro Menéndez. Político y sindicalista

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En octubre publicamos el libro Teodomiro Menéndez. Político y sindicalista, de Etelvino González López, con prólogo de Alonso Puerta, coedición de las fundaciones Indalecio Prieto y José Barreiro, Madrid, 2015. Se trata de una biografía sobre el que fuera concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Oviedo durante doce años a principios del siglo pasado y subsecretario del Ministerio de Obras Públicas durante la etapa en que Prieto desempeñó la cartera del ramo.